El aviso de los perros

16.04.2021 12:02

A esas horas de la madrugada la negrura de la noche mantenía toda su densidad y allí no latía más corazón que el suyo. Recordó que amanecía un sábado y que tenía que ir a dar de comer a los perros. Le hubiese gustado dejarse querer un rato más por las sábanas, pero oyó ladridos inquietos y decidió levantarse.

Encendió la antorcha de la escalera y también el farolillo de mano. Bajó las nobles escalinatas para abrir el portón que daba al zaguán de la entrada y dirigirse a la perrera. Al cruzar el patio interior miró de soslayo el carruaje y pensó que en cuanto almorzara, la siguiente tarea del día sería arreglar el eje delantero. El señor no tardaría en venir con sus amigos a probar las nuevas suspensiones y mejor sería tenerlo ya todo preparado.

Hacía frío. Casi tan intenso como el aroma de azucenas que subía desde la costa haciéndole recordar sus deseos y el motivo de la inevitable espera a la que se sentía sometido. Pero sabía que todavía no era el tiempo, demasiado pronto. Debería seguir aguardando hasta que alguien que todavía no conocía le pasara el paquete anhelado. Convendría tener calma y confiar.

Ajenos a su presencia, los perros continuaron ladrando, agitados, sin hacer caso de la comida.  Eso le confundió. Miró entonces hacia la lejanía buscando una respuesta. Clareaba y pensó que debería de tener un poco de miedo, al menos respeto y prudencia, al abrir las puertas a aquellas horas a la inhóspita soledad de la planicie, pero no lo tenía. Sería la fragancia primaveral de las flores o la sensación de sal y humedad que le alcanzaba desde el mar… Sí, se sentía confiado a pesar del alborotado aviso de los perros.

Fue entonces cuando vio la sombra. Una sombra de mujer. No era una sombra huidiza. No. Claramente siluetada iba cobrando densidad a medida que avanzaba hacia él. Portaba un paquete bajo el brazo y tenía voz. Voz de mujer madura. Rasposa pero diáfana. Y esa voz le habló: “Juan, se han equivocado y me han traído el paquete a casa. Venga, pruébatelas a ver si ya puedes acompañarme y retomamos nuestra rutina”.

Juan apagó el farolillo y se probó las zapatillas nuevas. Habían llegado antes de lo previsto y le iban perfectas. Abrigó una profunda alegría. Por fin podría volver a practicar footing matinal con su vecina Clarís. Realmente sólo un calzado así podía reconciliarle con el siglo XXI.

Llamaba el mar, llamaba.

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Miguel Cabeza