El hombre del surf
17.06.2020 12:35
El hombre del surf
Aunque ya seáis un poco mayorcitos para según qué, me hace ilusión contaros el relato del hombre del surf. Pero resulta que este relato es un tanto especial, pues sólo puede contarse desde el lugar en que se desencadenaron los hechos... Así que, por eso, he querido que anduviésemos un ratito hasta llegar al pequeño pantalán en el que nos encontramos.
Ahora, por favor, os vais a sentar sobre esos tablones desgastados de ahí, apoyando cómodamente espalda contra espalda, y vais a dejar que vuestros pies desnudos y colgantes jugueteen con los pececillos. En cuanto encontréis la buena posición empezaremos. Pero: ¡Atención! Mientras me escucháis, también deberéis prestar oído a los susurros secretos que este mar antiguo vierte sobre las orillas, recordando en todo momento que aquí no se debe hacer ningún ruido, puesto que el hombre del surf podría captar cualquier tipo de vibración humana que provenga de esta parte de la realidad y eso no conviene. No obstante, si, como ya ha sucedido alguna vez, llegara el caso de que oís que os habla o me increpa, permaneced callados y tranquilos; sabré cómo manejar la situación.
Listos, silencio, empiezo...
Como todas las noches a la misma hora, el hombre salió a dar su melancólico paseo por la vereda del puerto (la misma por la que habéis llegado hasta aquí). Eran sus momentos para los recuerdos de ella. La que ya no estaba a su lado y con la que creía poder hablar cuando miraba las estrellas.
En cuanto salió por el portal de su casa se percató de que aquella noche tenía algo especial. Sería la luz blanquecina, sería la pureza del silencio, sería la densidad de los aromas… O todo a un tiempo, tal vez. Así que, espontáneamente, se cuidó de que su sola soledad se deslizara suavemente. No quería romper el blanco hechizo que la segunda luna de agosto tejía sobre ese mar ribeteado por el rosario de luces danzarinas que jugueteaban sobre el huidizo perfil de la costa.
El hombre se sentía sobrecogido, a pesar de que para él ésta era una visión cotidiana, eterna y amiga... Y notó, con sorpresa, que al convocar a sus rutinarios recuerdos, estos no aparecieron. Su corazón, por contra, se dejaba arrastrar por los ecos de otros mundos y por nostalgias de lo nunca vivido. Abrigado de estas sensaciones desobedientes, continuó caminando despacito mientras seguía el invisible cauce de su itinerario habitual. Al fin llegó a la playa y, como solía, se sentó sobre la arena para contemplar el espectáculo que se abría ante su mirada y dejar que sus pensamientos cedieran relieve ante la subida de la marea interior.
Al poco, más adormecido que tranquilo, alzó la vista en busca de un respaldo donde acomodarse y, de inmediato, le asaltaron los reflejos de su tabla de surf. La había dejado atada por la mañana a una de las viejas sabinas que adentraban sus raíces en la misma arena de la playa y, ahora, inclinándola un poco, le serviría de respaldo. Con esa intención se incorporó. Sin embargo, al hacerlo, percibió algo parecido a un sentimiento telepático. Como si la tabla de surf le preguntase: “¿Por qué no ahora?”
Aunque sorprendido por un instante, no prestó mayor atención a lo que le pareció una pequeña alucinación seguramente debida a la somnolencia y al cansancio; aunque no pudo evitar que el toque lo espabilase haciéndole sentir un deseo. El deseo de deslizarse como un susurro caprichoso sobre aquellas aguas plateadas
Sabía que utilizar la tabla a vela en la noche era algo peligroso, pero desechó las llamadas interiores a la prudencia. Volvió a casa, se puso el neopreno y las zapatillas de surf, se armó de linterna de buceo y cuerda e improvisó una pequeña luz de posición para el mástil. Retornó a la playa, montó la vela, colocó el cabezal de la botavara en su sitio, aseguró el pie del mástil en el enchufe de base, sujetó la linterna, tensó la vela, colocó la orza y, estirando de la proa del surf, se adentró lentamente en las aguas hasta que éstas le cubrieron la cintura. Entonces subió a la tabla, buscó el equilibrio, estiró de la driza del mástil y lo alzó. En breves instantes la vela se desplegó convirtiendo al hombre en un débil centelleo que se perdía sin rumbo al dejarse atraer caprichosamente por la sensación de impulso más favorable.
Se sentía vivir. Sumisas brisas del norte sostenían constantes la tensión sobre la tela, permitiendo el deslizamiento, sin necesidad de cambiar la estática, cómoda y atípica posición corporal: El fuerte brazo derecho, doblado sobre la botavara desde la axila, permitía que su mano la sujetase por el interior. Mientras que el brazo izquierdo, proyectado como un arco desde el hombro, conseguía controlar la posición del mástil y con ella, la dirección. La columna recta, pero relajada y estable, enraizando sobre las templadas piernas que tan sólo se preocupaban de seguir el compás de los sutiles cambios en la percepción de las aguas...
Así, el hombre, convertido en poesía, acarició la tranquila superficie marina agradeciendo aquella pequeñez suya, tan estremecida ante la inmensidad. Sabía que, precisamente, era su insignificancia la que le permitía asombrarse, admirar y saborear la existencia de lo ilimitado.
Tal vez, aquella noche, la Luna y el mar se deshicieron el uno en el otro. Tal vez, el tiempo pernoctó más allá de las estrellas o, tal vez, lo único que sucedió fue un bostezo oceánico, de esos que aspiran de golpe todo cielo, todo mar y toda tierra.
-¡Eh, Miguel! ¿Vas a volver a contar lo de la Ballena?
¿Lo habéis oído? Ya lo ha vuelto a hacer. No sé como lo consigue pero lo consigue. Siempre es capaz de preguntarnos desde el relato. Y es que me parece que no le gusta que cuente lo de la ballena. Dice que sois mayores y que a vuestra edad no creéis según qué. Pero permaneced en silencio; es lo mejor. Y dejadme seguir contando. Prosigo.
Bueno, ahora he perdido un poco el hilo. Pero creo que os contaba aquello del bostezo oceánico… Sí, lo que os decía. El hombre continuaba su maravilloso paseo sobre las aguas y no sé cuanto tiempo pasaría exactamente hasta que sintió el primer “cloc” bajo la tabla. Como si hubiese rozado algún tronco a la deriva. Pero no le dio más importancia.
Fue al segundo “cloc”, más fuerte y sonoro que el anterior cuando se preocupó y pensó en dar media vuelta. Aunque intuyó que ya no estaba a tiempo de evitar el encuentro con aquello que, fuese lo que fuese, rondaba por ahí abajo. En seguida, un nuevo golpe seco aún más fuerte y sonoro estuvo a punto de hacerlo caer y lo dejó, sin seguridad alguna, abriendo las puertas del pánico... ¿Dónde estaba el mar? ¿Dónde el cielo? ¿Dónde su vida? ¿Dónde su familia? ¿En qué trampa de percepción había caído? ¿Qué significaba ese pálpito oscuro que lo abrumaba desde la profundidad?
Y entonces sucedió. Los instantes atravesaron toscos su mente como vagones cargados de silencio y tras el último de ellos surgió una nueva realidad, diseñada para él entre todas las nuevas realidades posibles. Brotó rotunda desde el fondo del mar y de un sólo estacazo de presencia lo lanzó por los aires... Estaba perdido. Aquella maldita aparición era terriblemente poderosa.
En el cenit del sorpresivo y brutal vuelo, por un instante vislumbró como las difusas lucecillas de la costa revoloteaban alocadas. Eso fue justo antes de que todas ellas le estallasen, frontalmente y al unísono, en la cara.
Tras el brutal impacto sobre las aguas, el dolor recorrió, en descompuesto tropel, todo su ser hasta conquistarlo plenamente y con desprecio. Pero la trayectoria del cuerpo no se detuvo y el vuelo se convirtió seguidamente en imparable inmersión hacia las profundidades...
La vida se iba escapando bajo el velo del abismo dolorido y silencioso y el hombre creyó saber que moriría ignorando que fue aquello que, a destiempo caprichoso, había decidido borrarlo de la existencia.
- ¡Ya! Cuenta lo de la ballena. Si total acabarás contándolo, como siempre. Dale, que tengo frío y hoy estoy algo más cansado de lo habitual!
Ni caso… Sigo, que no quiero volver a perder el hilo…
Sin embargo, el hombre del surf se iba a equivocar. In extremis, sintió como una gigantesca mano lo recogía y lo calmaba mientras lo subía a superficie... Era como una gran cola de ballena... ¡Y es que, efectivamente, se trataba de una gran cola de ballena! ¡De una ballena que le sonreía! ¡Y le hablaba!
-¡Miguel, que es inútil, no seas cabezón! Nunca nadie se ha creído lo de este cuento o lo que sea y no lo van a hacer hoy. Empiezo a sentir compasión por ti.
Seguimos. Ya sabéis…
Y la ballena le preguntó: “¿Por qué exageras tanto hombre del surf? ¿Realmente tú te crees que yo puedo hacerle daño a alguien? Anda, mírate, ni siquiera sabes si estás vivo o estás muerto y tiemblas como la sombra de una terca velita de cumpleaños”
El hombre se estremeció, entre sorprendido y espantado. En seguida llegó la histeria; luego, el llanto, y, finalmente, una risa descompuesta pero aliviada ¡Era la mismísima ballena blanca del Puerto de Pollensa! ¡La de la segunda luna de agosto! ¡La que una vez por siglo se aparece a algún afortunado!
El hombre del surf conocía bien esa leyenda. La leyenda de los pocos hombres o mujeres venturosos que felizmente se habían topado con ella. La gran oportunidad para renacer dentro de las vidas rotas. El triunfo de la esperanza sobre el miedo. El gran regalo.
-Pesadito… No te van a creer...
Y ya tranquilo y confiando ciegamente en quien le acompañaba, el hombre braceó hasta la tabla, izó de nuevo el mástil y dejó rodar su mirada de Este a Oeste, identificando cada luz, cada lugar: Cabo Pinar, Barcarés, la carretera, el bar Brisas, el hotel Illa d'Or, la base militar, la península de Formentor... Agudizó un poco más la vista e identificó todas las vidas dibujadas en cada rostro... Alzó a continuación tiernamente los ojos hacia la ballena maravillosa y le dijo con todo el amor y agradecimiento que cabía en su pecho: ”Estoy listo, querida mía... Cuando quieras”.
Entonces la ballena blanca del Puerto de Pollensa sssssopló sssssuavemente sssobre sssssuu sssssoledaddd y el hombre se fue perdiendo, feliz y sin rumbo, hasta alcanzar los nortes de la nada.
Y colorín colorado este relato verdadero se ha acabado.
-Migueeeel... Lo siento. Pero hoy no acabarás tú este absurdo relato. Ya hace mucho tiempo que me haces volver aquí insensatamente. Sé que en el fondo esperas, que te cuente que pasó después. Si realmente fui feliz. Si lo soy aún… Y no, no te lo voy a contar. Si quieres saber más, vete tú a buscar a tu ballena. Tal vez no necesites que pase un siglo. Si la buscas bien, quizás te la encuentres mañana en el mercado. O pasado, en el bus. Lo que importa es que la busques dejando que a la vez sea ella la que te encuentre. Entonces, adiós y suerte, Miguel, que el cuento se acabó porque yo lo acabé para siempre.