El retrovisor del coche blanco
07.08.2010 18:10
III. Antonia Bustamante
Antonia está en tensión. Hace una semana que obtuvo el carné de conducir y hoy por fin se ha decidido a coger carretera y manta ella solita. Hasta llegar a Sta. Margalida ha circulado relativamente tranquila, pero ahora las curvas y contracurvas la desconciertan y ponen al máximo todos sus sentidos. Al fin, llega la desviación de Artà y la relaja un panorama sedante: la suave pendiente de bajada que se pierde progresivamente en la lejanía hasta evaporarse donde casi no alcanza la mirada. Nadie más que ella sobre el asfalto. Todos sus músculos se relajan. La invade una súbita alegría.
Para celebrar su veinticinco aniversario de boda y la obtención del permiso de conducir después de tantísimo tiempo intentándolo, sus hijos le han regalado este coche blanco, su primer coche. Un precioso descapotable, de segunda mano, pero a la última: Climatizador, detectores de obstáculo inesperado, asistencia audiovisual para aparcamiento… La verdad es que se lo ve como nuevo. Parece ser que el padre de Laura, la amiga de su hija que se lo ha vendido a muy buen precio tras aceptar una irresistible oferta de trabajo en el extranjero, es chapista mecánico y lo ha dejado así de impecable. Del primer propietario sólo sabe que se llama Pedro. Pedro Atienza… Eso es lo que pone en la ficha informativa.
A medida que recorre el larguísimo tramo, a Antonia le va ganando la atención una enorme encina que reina sobre estos bellos paisajes tapizados de trigo ardiente. La encina realmente es impresionante y parece saludarla al llegar a su encuentro. Al superarla para luego dejarla atrás, Antonia busca el retrovisor de cabina para seguirla mirando, pero se encuentra con su propia mirada. Sonríe espontáneamente. Se sabe feliz y afortunada.
Cincuenta y ocho años, un buen trabajo, una familia feliz, un marido que ya lo querrían otras para sí, todavía un montón de proyectos e ilusiones… ¡Y este coche tan chulo! El cuerpo le burbujea, Se siente muy agradecida a la vida…
II. Laura Martínez
Laura está en tensión. Hace una semana que obtuvo el carné de conducir y hoy, por fin, se ha decidido a coger carretera y manta ella solita. Hasta llegar a Sta. Margalida ha circulado relativamente tranquila, pero ahora las curvas y contracurvas la desconciertan y ponen al máximo todos sus sentidos. Al fin, llega la desviación de Artà y la relaja un panorama sedante: la suave pendiente de bajada que se pierde progresivamente en la lejanía hasta evaporarse donde casi no alcanza la mirada. Nadie más que ella sobre el asfalto. Todos sus músculos se relajan. La invade una súbita alegría.
Para celebrar su primer trabajo y la obtención del permiso de conducir, su padre le ha regalado este coche blanco, su primer coche. Un precioso descapotable, de segunda mano pero a la última: Climatizador, detectores de obstáculo inesperado, asistencia audiovisual para aparcamiento… La verdad es que se lo ve como nuevo. Parece ser que el padre, chapista mecánico, lo adquirió proveniente de un accidente y lo ha dejado así de impecable. Del anterior propietario sólo sabe que se llama Pedro. Pedro Atienza… Eso es lo que pone en la ficha informativa.
A medida que recorre el larguísimo tramo, a Laura le va ganando la atención una enorme encina que reina sobre estos bellos paisajes tapizados de trigo ardiente. La encina realmente es impresionante y parece saludarla al llegar a su encuentro. Al superarla, para luego dejarla atrás, Laura busca el retrovisor de cabina para seguirla mirando, pero se encuentra con su propia mirada. Sonríe espontáneamente. Se sabe feliz y afortunada.
Veinticuatro años, un currículum académico impresionante, un buen trabajo, una familia feliz, un noviete que ya lo querrían otras para sí, este coche tan chulo… El cuerpo le burbujea. Desde ya, se va a comer el mundo…
I. Pedro Atienza
Pedro está en tensión. Hace una semana que obtuvo el carné de conducir y hoy por fin se ha decidido a coger carretera y manta él solito. Hasta llegar a Sta. Margalida ha circulado relativamente tranquilo, pero ahora las curvas y contracurvas le desconciertan y ponen al máximo todos sus sentidos. Al fin, llega la desviación de Artà y le relaja un panorama sedante; la suave pendiente de bajada que se pierde progresivamente en la lejanía hasta evaporarse donde casi no alcanza la mirada. Nadie más que él sobre el asfalto. Todos sus músculos se relajan. Le invade una súbita alegría.
Para celebrar la inesperada herencia de una tía lejana y la obtención del permiso de conducir, Pedro se acaba de comprar este coche, su primer coche. Un precioso descapotable blanco a la última: Climatizador, detectores de obstáculo inesperado, asistencia audiovisual para aparcamiento… La verdad es que incorpora las últimas novedades tecnológicas.
A medida que recorre el larguísimo tramo, a Pedro le va ganando la atención una enorme encina que reina sobre estos bellos paisajes tapizados de trigo ardiente. La encina realmente es impresionante y parece saludarlo al llegar a su encuentro. Al superarla para luego dejarla atrás, Pedro busca el retrovisor de cabina pues siente cómo si se le hubiese desprendido algo del coche. Se encuentra entonces con lo más inesperado. Contempla atónito como va dejando atrás a una oveja destrozada sobre el asfalto, justo al lado de la gran encina, y ve, con escalofrío indescriptible, como su nuevísimo coche yace boca arriba como una gran tortuga blanca agonizante.
Pedro, instintivamente, se pellizca; pues no da crédito a lo que ve… Pero no encuentra donde pellizcarse.