Hiereptil

08.06.2021 19:31

Había llovido durante toda la noche. Los pajaritos que solían dormir frente a su ventana no decían ni pío aquel amanecer. Permanecían ahí, en sus cobijos, meditando silenciosos a pesar de que clareaba. Sonó entonces el despertador y Guillermo abrió los ojos. En el preciso instante en que pasó el primer camión.  

Bueno, en realidad se trataba de una furgoneta de gran tamaño. Llevaba en su interior, además de al barbado y joven conductor, una medicación de urgencia para la farmacia del área comercial de la urbanización. En dos minutos más alcanzaría su destino y María Francisca, la farmacéutica auxiliar, comprobaría el albarán. Entonces descubriría el Hiereptil, doce cápsulas.

No tardaría en llegar la pareja propietaria del bar La estación, ubicado a 200 metros de distancia (frente a la parada del tren). Preguntaron si ya había llegado el Hiereptil. María Francisca, un tanto sorprendida porque no le costaba encargo alguno, les respondió que sí. Que justo lo acababa de recibir.

Los del bar salieron rápidamente con su medicamento y corrieron con él hasta la estación. Se sentaron a esperar. Quedaban cuatro minutos para la llegada del tren, en sentido de dirección: Palma. Llegó y ellos no subieron. Tan sólo, tras saludar al revisor, le extendieron el paquete; parecían tener amistad con él.

¿Para que querría Juan, el revisor, el Hiereptil?  Para nada personal. Se lo había encargado Paloma, su vecina, que, extremadamente obesa, no podía salir de su habitación. Sin embargo, cuando él llegó con el encargo, ella, contra lo previsto, no estaba en casa. Por eso Juan se limitó a abrir el pequeño paquete, extraer el tubo de pastillas y dejarlo sobre la mesita de noche.

Si hubiésemos leído en ese momento el prospecto, aprovechando las ausencias, sabríamos que la misión del medicamento era la de facilitar el traslado de la obesa vecina al hospital (donde la esperaba una intervención de reajuste estomacal). Concretamente, la función del Hiereptil era la de permitir reducciones temporales de ese tipo de pacientes ante la previsión de traslados dificultosos. Se trataba de un fármaco gibarizante que aseguraba la reducción corporal en al menos un trescientos por cien del volumen real. Sin embargo, ya vemos que los de la ambulancia habían llegado con anterioridad y habían conseguido, por sus propios medios, trasladar a la paciente sin que mediase ingesta de cápsula alguna.

La pena fue que al llegar Antonia, la hija de Paloma, a preparar las cosas de su madre para llevárselas al hospital, confundiese el tubito de pastillas con el del paracetamol que ésta solía consumir a todas horas y decidiese tomarse una grajea para el repentino dolor de muelas que se le había despertado.

Faltaban exactamente diez minutos, contando desde ese momento en que Antonia ingirió el supuesto paracetamol, para que ésta, horrorizada, sintiese que su cuerpo se reducía hasta alcanzar el minúsculo tamaño de una muñeca Barbie; saliese corriendo a trompicones por la puerta todavía entreabierta y se lanzase escaleras abajo. Esa sería una muy mala idea provocada por la súbita alteración nerviosa, ya que la nueva altura de los escalones la pillaría de sorpresa y a la primera caída se rompería la crisma. ¡Qué mala suerte!

Sin embargo, la mala suerte de unos muchas veces es la buena suerte de otros. Natalia, la vecinita, fue la afortunada que se encontró a la curiosa Barbie de viscoelástica tirada en la escalera. La recogió supercontenta, volvió sobre sus pies y la puso sobre su cama con las demás muñecas; reemprendiendo enseguida su camino al cole.

Tres horas más tarde, se hallaba de vuelta, pero para entonces Antonia ya había adquirido el tamaño de cadáver normal y la nena se asustó muchísimo al ver que, en vez de su nueva muñeca, en su cama se encontraba, como muerta, una señora a la que alguna vez había visto por la escalera. Tras el susto y los instantes de duda, salió corriendo a avisar al policía de barrio, al que conocía y en quien confiaba.

Quedaban aún dos horas para que los papás de Natalia llegasen, esposados, al lugar de los hechos, su propio domicilio… Y media hora más para que la comunidad de vecinos, aglomerada en el portal, los viera salir entre gendarmes de paisano, jurando por todos sus muertos no tener nada que ver con la aparición del cadáver de la hija de la vecina sobre la cama de su hija… Y es que a veces, la buena suerte de unos es la mala suerte de otros.

El día siguiente amaneció radiante. Los mirlos trinaban felices y exultantes. Guillermo se levantó de un bote y, renunciando a su desayuno habitual de frutas, se encaminó hacia el bar La estación. Se lo encontró cerrado y, allí mismo, le contaron una extraña historia sobre la imputación de los dueños del bar en un asesinato.

Guillermo no dio crédito: siempre le habían parecido muy buena gente.

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Miguel Cabeza