Kootée
29.11.2009 12:43
¡Koootee!
Truena atávico el grito guerrero sobre el tatami del Dojo. Al unísono, los bokkens bajan en diagonal partiendo en dos a los imaginarios enemigos. Las piernas atrasadas se desplazan en giro de treinta grados para armonizar la elíptica caída del sable. Las delanteras, tan solo han girado dócilmente sobre su propio eje, facilitando el movimiento global del cuerpo. Las manos se relajan entonces unos instantes sobre la empuñadura, mientras los pliegues de las elegantes hakamas apuran el reposo.
Ahora el corte es de izquierda a derecha y, acto seguido, otra vez de derecha a izquierda. Mi uke y yo nos desplazamos con energía hacia el fondo de la sala. Al llegar bajo la foto del maestro Ueshiva las gotas de sudor empiezan a desbordar los límites de la piel. A una voz del maestro, nos deshacemos de las armas y las dejamos juntas en el ángulo de la pared. Descansamos un momento con los ojos cerrados y volvemos al ejercicio.
De nuevo me toca a mi el papel de uke, trabajaremos los “ikkios”. Dócil le agarro su muñeca izquierda con mi mano derecha desde un impulso de combate. Ella no se opone, sabe que debe unificarse si quiere mover mi volumen, mucho mayor que el suyo. Controla bien la técnica y me guía desde su “hara”, a través de la invisible curvatura que le permite el volteo de mi codo en proyección elíptica.
A velocidad de vértigo me ha obligado a pivotar y ahora es ella la que agarra mi muñeca derecha con su derecha, atrasa a continuación la pierna adelantada y me arrastra hacia la lona ayudando a su intención con el agarre del cuello de mi Kimono. Ya estoy en el suelo, comiendo tatami, mientras ella me bloquea el brazo desde el hombro que se convierte en raíz del grillete.
Me corresponde hacerle entender con mi mano libre, la izquierda, mediante golpecitos sobre la lona, que quiero clemencia, que el ejercicio está acabado, que ya me puede soltar. Pero no lo hago. Me gusta sentirla ahí, a mi espalda, sudorosa, jadeante. Sabiendo que sus hermosos pechos me vigilan bajo la camiseta que guarda el Kimono.
Ante mi silencio, dobla más mi muñeca y ahora ya si que no puedo resistir más el dolor y no me queda otra que sacudir el tatami.
De nuevo de pie, le toca a ella asumir su turno de “uke”. Pese a la correcta proyección elíptica de su mano abierta apenas es capaz de atrapar mi muñeca. Ahora soy yo quien la hace volar hasta comerse la lona y, una vez sometida sobre el tatami, me dejo secuestrar por la visión de la tormenta que alborota su cabellera , al tiempo en que ella pide con su mano libre el final de ejercicio. Entonces, inesperadamente, percibo la impertinencia del pequeño bokken carnal que me pide paso urgente entre la piernas. Regaño al sorpresivo guerrero y le pongo al orden, no es su turno. Sonrío para mis adentros recapacitando sobre la necesidad de que todo movimiento respete el espacio y tiempo oportuno.
Han pasado las semanas, han pasado los meses, han pasado los años. Mi añorada uke me llama de madrugada y, después de tanto tiempo, me dice que en estos momentos contempla la Luna desde la bahía de una isla cercana y que está pensando en mí, que le gustaría volver a unificar su hara con el mío. Le pido que espere un momento y salgo a la terraza. Con el corazón a tumbos y sin soltar el móvil busco la luna llena. Al encontrarla, le comento que ya la veo en ella reflejada. Sé que está borracha y que mañana se arrepentirá de haberme llamado; así, ejercito la armonía de las palabras que atacan y esquivan, que se proyectan y se desplazan, mientras protegen al otro… Y no vencen, sino que no pueden menos. Al fin, la bloqueo y espero a que golpee la lona pidiendo clemencia; pero ella no lo hace. Le gusta percibirme ahí, en acecho y jadeante. Le suplico entonces que se retire, que se proteja en una cama: “por favor, ves ya a dormir y cuídate mucho. Pronto nos volveremos a ver”.
Los dos sabemos que miento y que hay caminos que no tienen vuelta. Se abre entonces, definitivo, el silencio que blande el bokken de plata que me cuarteará el corazón.