La señora Paz

20.09.2021 11:56

 

En el piso de arriba vive la señora Paz.  Ya de niña me parecía una persona muy mayor, así que calculo que ahora rondará al menos los noventa años; pero a ciencia cierta no sé su edad exacta. Nunca me atreví a preguntarle pese a mi gran curiosidad.

Sigue igual que siempre: gorda, grande, lenta, de piel lechosa… Bueno, ahora está algo más calva y los pocos cabellos que la coronan son de un blanco níveo.

¿Crees que su imagen es desagradable? No. Te equivocas. Pese a su físico, irradia una paz profunda y sus ojos mantienen la belleza que les supongo a los inmortales. Negros, grandes y refulgentes. A través de ellos se reclama a sí misma la vida perpetua.

Y qué decir de su voz de tonos cálidos que se sitúa más allá de los límites del sonido. No me refiero a que hable demasiado bajo o alto, no. Me refiero a que cuando habla su voz no se oye, se ve.

No, creo que no me explico bien. Quiero decir que, a través de esa voz, se ve. Eso es. Por ejemplo, si te cuenta una anécdota de su juventud, como la de cuando cantó en la boda del hombre que secretamente amaba, su voz te transportará al momento y al lugar. Estarás allí. Percibirás sus melancólicos sentimientos, sentirás el frescor de la noche, olerás el césped recién cortado, te situarás bajo aquellas estrellas, sonreirás con los torpes movimientos de las dos pequeñuelas que revoloteando como blancas mariposas intentaban seguir el compás… Revivirás el momento en todas sus dimensiones.

¿Por qué te hablo de la señora Paz? Te preguntas.  Porque hoy ha sucedido algo especialmente extraño. Al volver de la panadería me la he encontrado sentada sobre el primer escalón del tramo de escalera que separa nuestras viviendas. Cuando me ha visto, al detectar mi asombro por encontrarla allí, simplemente ha estirado hacia mí su enorme brazo y me ha reclamado el pan. “Porque  era el suyo”, me ha aclarado. Yo, atónita, se lo he dado sin rechistar, aún sabiendo, claro está, que era mi pan recién comprado y, seguidamente, le he preguntado si necesitaba algo más. La señora Paz, entonces, sin mirarme, con un gesto inequívoco, me ha invitado a sentarme a su lado para compartirlo.

Dado su volumen, sentarme a su lado no ha sido fácil, pero he conseguido embutirme con un pequeño esfuerzo entre su obeso cuerpo y la pared. Por un momento pensé que me agobiaría sentirme tan fusionada con sus muslos, panza y brazos; tan grasos y viscosos. Pero no ha sido así. En seguida me he sentido feliz de estar allí, sudando y dejándome impregnar por aquel olor envolvente de leche agria. Me ha embargado un sentimiento amoroso y he podido sentir como una extraña fuerza me invitaba a reclinar sin pudor mi cabeza sobre su hombro y como, al cerrar los ojos, la señora Paz me ponía una miguita de pan entre los labios que me ha sabido a gloria.

No sé cuánto tiempo habré pasado así. Un largo rato sin duda. Más dormida que despierta, en algún estado entre la hipnosis y el viejo limbo. Creo que ha sido el rugido del ascensor el que me ha hecho recobrarme y comprobar que la señora Paz me había dejado sola. Y, en ese momento, he recordado sus palabras. Me había estado hablando, mientras yo dormitaba, a través de ricas imágenes auditivas. He viajado a través de ellas y he visto su muerte próxima, por no decir inmediata. La señora Paz ha querido anticipármela y me ha transmitido la necesidad de que yo recoja su don antes de su partida. El don de pronunciar palabras llenas de vida, capaces de sumergirte en el fondo de los mares hasta la asfixia o elevarte sobre las nubes para asustar a los niños que miran por las ventanas de los aviones.

Sé que de alguna manera he aceptado su ofrecimiento, pero me hubiese gustado hacerle algunas preguntas, tales como: “¿Por qué me había elegido a mí para transmitir el don de las palabras vivas?, ¿para qué me puede servir este don?, ¿hay más personas en el mundo que lo tienen?, ¿funciona el don con las palabras escritas o sólo con las habladas?”.

Aunque me imagino que ha preferido que no se las hiciese y por eso se ha esfumado aprovechando mi estado letárgico. Tampoco puedo correr a su casa, no me serviría: si es que ha dejado la puerta abierta, sé que me la encontraré sin vida sobre la cama; tal como ella me ha anticipado. Entonces, tendré que descubrir por mí misma. Tendré que comprobar si escribiendo o diciéndole a alguien, por ejemplo, “He conseguido embutirme con un pequeño esfuerzo entre su obeso cuerpo y la pared”, podrá esa persona sentirse fusionada con los grasos muslos de la señora Paz, dejándose impregnar por aquel olor envolvente de leche agria.  También tendré que indagar, atenta cada día, tratando de encontrar a otras personas cuya voz transmita la vida de las burbujas de champán, las sombras desnudas de las noches de luna o el revoloteo de las gaviotas sobre las olas radiantes del mar más azul. Quizás no será fácil, pero lo voy a intentar.

Pero para qué me puede servir este don o por qué me eligió a mí… ¿Eso cómo podré averiguarlo?

 

 

 

 

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Miguel Cabeza