Su última patata
13.04.2021 12:43
La patata humeante yace solitaria sobre la mesa de mármol burdeos cuando Marcelo regresa a la cocina. “Ya no quedan más patatas”, es el primer pensamiento que se le viene a la cabeza.
Su madre no podrá ir a comprar. Hace ya siete años que no puede hacerlo. Desde el accidente. Así que un día más tendrá que ser él quien tendrá que sacar tiempo para acercarse al pueblo antes de ir a clase. Último curso de secundaria.
Se pregunta, mientras mira fijamente el tubérculo, por qué su madre sólo come patatas… No obtiene respuesta. Nunca la obtiene. Y se queda contemplando unos instantes como flota a la deriva, bajo la luz de los neones, la cuestión insatisfecha. “Total, qué más da… Si le basta con ellas y se la ve aceptablemente feliz”; resuelve finalmente, como siempre.
Marcelo coge la patata y la pone en un platito de desayuno. A pesar del recalentado se la ve hermosa. Luce piel fina y bronceada, ligeramente rosada, casi transparente. Del tamaño de su puño. Perfectamente ovalada.
Sube las escaleras y con poquito ruido abre la puerta del cuarto de su madre. Está despierta. Recostada sobre el cabezal de conglomerado, forrado de tela floreada sobre ligera capa de espuma. Una tibia luz le permite entrever el rostro de su madre. Le está mirando fijamente mientras él libera de su dentadura la cucharita de plata, que muerde por la empuñadura, y la coloca cuidadosamente sobre el platito, junto a la patata todavía caliente. Su madre le sonríe, le extiende el brazo en señal de que se acerque y atrapándolo por la nuca acerca los labios a su frente y le besa.
Marcelo escucha entonces a su madre: “Hoy no vayas”. Se miran. Él se estremece. La ha entendido en seguida. No se refiere al colegio. Su madre no quiere que pierda clases. Lo que su madre quiere es que hoy no vaya a visitarle a él. Al sujeto del sótano. El que tienen encerrado desde el accidente. Su padre.
Como si pudiera leer el pensamiento de su hijo, la madre le añade para sacarle del error: “Nunca, Marcelo”. “No, hoy. Nunca”. “Ya, no vuelvas nunca”.
El chico siente una pena inmensa. Revive de golpe todo el drama pasado y recuerda como su padre le engatusó siendo todavía un niño de siete años para que le ayudase a preparar el accidente. También se siente culpable por ello, aunque sabe que su madre, a él, no le guarda rencor. Todo el rencor se centra en el del sótano.
Le duele la decisión que ella ha tomado, la comprende y no la desobedecerá… Pero también comprende al encerrado.
Cuando camina hacia el colegio, bordeando los acantilados, el chico no tiene ni idea de cuál será su destino y reflexiona intensamente mientras su vista se funde con el horizonte que le atrae. De momento, lo único que tiene claro es que ya no habrá más visitas al sótano y que su madre se comió su última patata.